17. UN HALCÓN DE VACACIONES

Basándome en mis profundos conocimientos de halconífera fisiología, tengo que anunciaros que estoy sufriendo una bajada de tensión en estos momentos. El infierno se abre a mis pies, oh, mundo cruel. Alguna extraña y maligna fuerza cósmica parece quererme ver convertido en caldereta de halcón. Y el Lorenzo le sigue la corriente enviando hordas de calores tremebundos. No tengo ninguna duda de que los halcones gerifaltes son los listos de la familia: allí en su Gran Norte, con sus frescores, sus nieves y sus tundras, sus lagópodos y sus cosas. Ellos sí que saben. Pero no dejaré que me reconcoma el regomello. Os escribo esto con las patas metidas en un barreño con agua, en una sombrita de nuestra terraza, jadeante, con el ordenador a punto de convertirse en magma y mientras maldigo por lo bajini al que tuvo la brillante idea de que el clima mediterráneo tenga un verano tan curioso. Tirando a puñetero.

Pero el otro día me desquité. Y me la jugué. Por la mañana tempranito, cuando el aire aún no se había puesto su traje de bochorno lánguido, eché a volar como si no hubiera un mañana. Dejé atrás mi Granada, “No te preocupes, bonita, que no tardo” le dije bajito, y seguí hasta casi alcanzar el horizonte.

Y lo vi. El mar. Grande, azul intenso, con torbellinos de espuma. Y un cartel: Almuñécar. Y bajé a miraros de cerca, a descubrir cómo son los humanos de la subespecie playericus. Seguís sin defraudarme. Parecíais menos nerviosos que cuando estáis en las ciudades, con menos bulla, aunque seguíais dando un brinco cuando el móvil se retorcía vibrando por la toalla, y se os continuaba marcando la vena del cuello cuando la niña se quería bañar sin una capa de cuatro dedos de crema solar ultraprotectora; o el perro, ataviado con su tubo de snorkel, escarbaba y ponía el tupper de tortilla de seis huevos hasta las asas de arena. Es decir, no os vi demasiado diferentes aunque llevaseis camisetas de flores que serían la comidilla de vuestros compañeros de trabajo durante semanas, unos bañadores dispuestos a no pasar por alto otra “operación bikini” fallida o una colchoneta de cocodrilo a tamaño natural. Y sonreí, como sonreímos los halcones, mientras me dejaba llevar por una brisa marina fresca que me hacía subir y bajar fugaz. Algunas gaviotas me chillaban sin querer acercarse. Habrían oído algunas historias de compañeras suyas que se acercaron a cantiles donde criaban peregrinos y nunca más se supo de ellas. Pero yo no les hacía caso y agitaba las alas con brío. Volvía a Granada, era tarde y la Torre de la Vela me esperaba. 







Foto superior: "Almuñécar", por Paul Munhoven ('click' para ampliar)